jueves, agosto 16, 2012

El Blanc

Este relato lo escribí, tal día como hoy, hace 29 años. Hace poco apareció haciendo una limpia de papeles, aunque no estaba completamente olvidado. Espero que os guste.

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Nadie se percató de cómo ocurrió. Simplemente llegó y se instaló junto a la moto inservible y abandonada sin que nadie supiera quién era ni de dónde procedía ni qué nombre tenía. Encontró junto a la cadena de transmisión, próxima al motor, un cobijo y un lugar donde dar reposo a sus molidos huesos de viejo perro vagabundo. Se le aceptó con la hospitalidad burda y tosca de la huerta; se le tiró un hueso de pollo y luego otro más, y de esa forma se quedó allí, defendiendo su puesto de la codicia y la envidia de los otros perros, los del amo, que corrían alegre y despreocupadamente por el campo, entre los naranjos, en plena libertad. De alguna manera había que nombrarle y se le llamó Blanc, el Blanc, por el color de su sucia y áspera pelambrera y porque a otro de los perros que era negro le decían el Negre. El Negre era un cachorro aún, de incierta raza, muy nervioso e incapaz de estarse quieto un rato en el mismo sitio. En medio de sus alborozados juegos acudió junto al Blanc, pero el viejo vagabundo, solitario y hosco, le rechazó. El otro perro, Yago, pequeño en alzada pero de muy malas pulgas, acabó por ignorarle altivo sabedor de que era él el centro de las atenciones del amo y el dueño de todo el campo salvo aquel diminuto reducto junto a la moto y el naranjo próximo, donde el Blanc hacía sus necesidades, del cual no había podido echarle, porque el otro se afianzó en su posición y en los primeros momentos la defendió con bravura y tesón, hasta que la voz del amo intercedió por él, reprendiendo a Yago y estableciendo un orden; y desde entonces se quedó allí, limitado a unos cuantos escasos pasos y a la insuficiente comida que le llegaba hasta sus dominios arrojada por el amo movido por quién sabe qué sentimientos.
El Blanc era un perro más bien pequeño, de pelo largo y rizado, estropajoso y sucio, de un indefinible color blanquecino. El rabo se le rizaba, acaracolado, presto a erizarse ante la más mínima provocación. No dejaba que nadie se le acercara y gruñía incluso al amo, a la mano que lo alimentaba. Posiblemente su desconfianza provenía de lamentables encuentros con otras gentes en su oscuro e incierto pasado, pero eso nadie podría asegurarlo. Tenía una nube en el ojo derecho, lo que le daba a su mirada un aire inquietante y repulsivo; además, en el mismo ojo, ostentaba a su llegada una herida en el lacrimal que supuraba y atraía a las moscas, pero con el tiempo se cerró sola y dejó de mortificarle.
Frente al Blanc en su reducido habitáculo al cielo abierto, el padre del amo, viejo y abandonado en el seno de su propia familia, vegetaba las horas del día en una mecedora. Estaba sordo y medio idiota, y las más de las veces se había hecho ya encima sus necesidades para cuando las pedía, pues se encontraba impedido. Y sin embargo se aferraba a la miserable existencia de ser soleado todo el día en la mecedora, comiendo con avidez y guardándose para sí mismo los huesos destinados a los perros, como si recelara de las intenciones de su familia de matarlo de hambre. Nadie se ocupaba de él salvo la mujer del amo, su nuera, que le dedicaba sus cuidados por la fuerza de la costumbre y porque tenía que ser así; con el mismo desinterés con que hacía las camas o barría el suelo de la barraca. Para los niños, el anciano había dejado de ser hacía ya tiempo un motivo para sus juegos.
En medio de su idiotez, a veces reparaba en el Blanc y, como sustrayéndose a la imbecilidad que le iba envolviendo, babeando, la agitación se apoderaba de su desvalido cuerpo y gemía, tiernamente, en medio de un balbuceo incomprensible para los demás, el nombre de otro perro que tuvo en la infancia y con el que confundía ahora al Blanc. El viejo perro vagabundo también reparaba en el viejo y se pasaba las horas muertas contemplándole con fijeza, atraído por los balbuceos del anciano, pero no se atrevía a dejar el refugio de la moto para acercarse y corresponderle, ya que fuera de su preciado cobijo defendido encarnizadamente, carecía de seguridad y quedaba a merced de los colmillos y la mayor fuerza de los otros perros.
El Blanc renunciaba a todo, incluso a buscar un suplemento a la poca comida que le caía, a cambio de su puesto junto a la moto. Parecía que esperase pacientemente el sueño eterno, allí, frente al viejo medio idiota que a veces se fijaba en él y entonces le llamaba con una dulzura solo perceptible para su fino oído, conservado casi indemne pese a su vejez perruna, y por los otros perros que, celosos, se acercaban a gruñirle y recordarle la demarcación fronteriza que el amo estableciera.
Para el otoño, una tardía tormenta veraniega se llevó al viejo de una pulmonía ante el descuido de todos los de la casa. La tormenta hundió el cimiento de la acequia reclamando con urgencia la presencia del amo y de su mujer; los niños jugaban alegremente olvidando al abuelo. Cuando el amo se percató de que el viejo debía permanecer aún a la intemperie acudió hasta donde estaba y lo metió en la barraca, pero ya era tarde; se encontraba todo él empapado y ni las friegas ni el calor del hogar que encendieron a su vera pudieron impedir que la pulmonía que rápidamente se apoderó de él se lo llevara.
Solo el Blanc, durante la tormenta y azotado también por las gotas de agua que caían con furia sobre la tierra, reparó en que el viejo se encontraba a merced del viento, la lluvia y el olvido, y como si presintiese el peligro que corría el anciano, por primera vez desde que se afincó junto a la moto, ladró reclamando atención. Nadie le oyó. En el interior de la barraca, donde jugaban los niños, el cloc-cloc de las gotas contra el tejado confundió su llamada; a lo lejos, junto a la acequia que se desbordaba inundando el naranjal, el viento se llevaba sus ladridos en dirección opuesta. Al no acudir nadie, el Blanc se atrevió al fin a abandonar su seguro refugio para ir en busca del amo, pero Yago, que le vigilaba atentamente, vio que traspasaba la frontera establecida e invadía sus dominios y se precipitó sobre él, incapaz de comprender el lazo que unía a su enemigo y al anciano en el ocaso de sus días, y se enzarzaron en una pelea en la que, pese a su bravura, el Blanc tuvo que regresar junto a la moto, inferior en fuerza a su oponente.
Desde que introdujeron al viejo en la barraca, el Blanc no volvió a saber ya más de él. El día del entierro escudriñó con atención cuanto sucedía a su alrededor; cuando sacaron el féretro que devolvía al anciano a la tierra, algo presintió el viejo perro vagabundo, porque alguien le sintió gemir. Al regreso de la comitiva, ya no estaba, si bien nadie le echó en falta, a excepción de los otros perros, pero estos no lo anunciaron. Hasta la mañana siguiente ninguno se percató y ello hasta que se dejó oír la voz del amo:
-Algú ha vist al Blanc per algún lloc?

1 comentario:

maria basanta dijo...

Sin palabras...